26 de julio de 2016

LO (NO) DICHO SOBRE POKÉMON GO

¡Cuidado al cruzar la calle, figura!
Agustín Vargas. Página12

Quiérase o no, Pokémon Go ya está entre nosotros a pesar de que aún no esté disponible en Argentina. Las redes sociales lo ponen en el centro de la escena y los medios lo cubren como si fuera un acontecimiento. El juego para móviles desarrollado por Niantic Inc. y distribuido por Nintendo hace su aporte a la marca nacida en Japón con un negocio millonario, donde el principal atractivo está dado por el uso de la Realidad Aumentada y el GPS, exigiéndoles a los usuarios salir a la calle para buscar, capturar, luchar e intercambiar criaturas virtuales.
No tan solo. Suele formar parte del sentido común que el jugar un videojuego es una práctica íntegramente solitaria. El auge de las consolas a fines del siglo pasado pareció sentenciar esta concepción al estar éstas emplazadas dentro del hogar. Así, el jugar a un videojuego sería algo lúdico realizado bajo paredes; sería una práctica privada. Sin embargo, muchos posibilitaron una relación virtual o física mediante la modalidad multijugador. Además, cuando un jugador juega de manera solitaria, también podría hacerlo pensando en un otro (la competencia llevaría el jugar a una cuestión de ejercitar para mejorar distintas cualidades que luego serían puestas en juego con otras personas).
Por el contrario, se han diseñado muchas consolas transportables, y fue una de éstas la que propició el nacimiento de la franquicia japonesa Pókemon, hace ya veinte años. La saga comenzó como un videojuego RPG para la plataforma Game Boy, donde se proponía recorrer un universo ficticio con el propósito de capturar distintas criaturas fantásticas. Si bien la mayor parte del tiempo estaba destinado a jugarse en solitario, el Cable Link hizo posible que los jugadores pudieran conectar sus consolas y así intercambiar pokemones o competir entre ellos.
Como toda franquicia moderna y su trasnarratividad característica, pronto afloró un animé –en nuestro país hizo que Pokémon sea masivo–, además de películas, nuevos videojuegos y un juego de cartas coleccionables. Éste último sigue siendo popular en sectores sociales con un poder adquisitivo medio y alto, a tal punto que se realizan convenciones donde los jugadores se reúnen y compiten con sus propios mazos. Pokémon Go se ha nutrido de estas prácticas sociales; está pensado como un juego que se comparte de manera lúdica con otros. Además, es de suponer que con el paso de los días exponga su faceta colaborativa-colectiva (ya hay sitios donde cada usuario puede indicar en un mapa qué pokémon capturó en un determinado lugar).
La ciudad y el jugador. La posibilidad de relacionarse con otros usuarios no parecería ser la mayor novedad, pero sí lo sería el modo en que el juego permite pensar nuevas apropiaciones y transformaciones del espacio geométrico (la ciudad) en espacio de juego. Pokémon Go hace que los usuarios deban dirigirse –o apuntar sus celulares– hacia ciertos lugares para obtener elementos esenciales del juego. La mayoría de los puntos, estas pokeparadas, son museos, bares, parques y hasta comisarías. Otra característica del juego es que obliga a los jugadores a recorrer una cantidad determinada de kilómetros si desean progresar.
Se ha reiterado que la aplicación permite que los usuarios se acerquen a ciertos lugares a los que de otra manera no lo harían. Efectivamente el videojuego obliga a ir a lugares preestablecidos, pero lo que debería entrar en consideración es el cambio de significación o lecturas que se hace de éstos (invita a la reflexión el hecho de que autoridades del Museo de Auschwitz en Polonia y del Holocausto de Washington solicitaron que supriman estos lugares del mapa del juego por considerar que ocasiona “prácticas fuera de lugar”). Estaríamos ante un peatón devenido en jugador, donde el mapa de la ciudad –GPS y Google Maps de por medio– pasaría a ser un mapa ficcional. Ambos mundos coexistirían.
Un negocio millonario. Es difícil saber por cuánto tiempo se mantendrá el éxito del juego. Lo cierto es que cualquiera que cuente en su móvil o tablet con el sistema operativo Android o iOS puede descargar la aplicación de manera gratuita. Lo que pretende ser un componente democratizador no dejaría de ser una fachada, poniendo la menor cantidad de obstáculos posibles para lograr que la aplicación se masifique y así mejorar su cotización e incrementar su patrimonio (a la semana del lanzamiento, la aplicación superó en uso a Twitter e Instagram, y Nintendo duplicó el valor de sus acciones). A esto debe sumarse el hecho de que se incentiva al usuario a realizar compras una vez instalada la aplicación para que adquiera ciertos elementos del mundo del videojuego.
Sin embargo, el principal negocio parecería pasar por los puntos patrocinados: al obligar a los jugadores a dirigirse a determinados lugares, las multinacionales dieron el primer paso para estar incluidas en tales puntos. Así, en Japón McDonald’s convirtió sus establecimientos de comida rápida en lugares especiales para los jugadores de la aplicación. Por su parte, y aunque guarde relación con un fenómeno ya conocido en la sociedad, no debe dejar de considerarse la extracción de datos que hace la aplicación sobre sus usuarios, principalmente vinculados a Google, a tal extremo que el director de cine Oliver Stone diga que Pokémon Go “sería parte de una cultura más larga de capitalismo de vigilancia”.
Realidad “mejorada”. Curioso es el término que le fue asignado a una de las tecnologías –quizá la más importante– de las que se nutre Pokémon Go: la Realidad Aumentada (RA), necesaria para visualizar los pokemones en la pantalla del celular a través de la cámara. Según la Real Academia Española, una de las definiciones de “aumentar” es la de “dar mayor extensión, número o materia a algo”. De este modo, la RA no es otra cosa que una alteración de lo real; añade información virtual a una información física preexistente, con la finalidad –o la presunción– de ver de manera mejor, divertida, apartándonos del mundo rudimentario, aburrido al que asistiríamos diariamente. Pero por más que parezca algo cínico, y podrían atribuirse componentes ideológicos, la RA está presente y Pokémon Go la dejó entrever de un modo particular: la imagen de una muchedumbre que corre desesperada puede guardar relación con Niza, donde un ataque terrorista causa pánico entre los franceses, o puede remitirnos al Central Park, donde jóvenes y familias corren en masa y sin apartar su vista de los celulares para capturar una criatura ficticia.
NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG: Seguramente se incremente el número de imbéciles que serán atropellados al cruzar una calle por ir enajenados en su propio pedo mental mientras le dan onanísticamente con el dedo al jueguecito. Ya está pasando con el uso del móvil actualmente. Y sin necesidad de Pokémons. Imaginen con él. Pero sarna con gusto...

22 de julio de 2016

¿DONALD O HILLARY, HILLARY O DONALD?

Atilio Borón. Página12

Estos días, después de la nominación de Donald Trump como candidato por el Partido Republicano, varios medios me preguntaron quién sería más conveniente para América latina, si él o Hillary Clinton. Mi respuesta: ninguno de los dos, porque lo que importan no son tanto las personas como la alianza social a quien ellos representan. Y esta alianza es la “burguesía imperial” o el “complejo militar-industrial-financiero”, al cual ambos responden, si bien con características idiosincráticas propias. Por eso creo que la pregunta está mal formulada. Ningún presidente de Estados Unidos se ha apartado, desde George Washington hasta aquí, de las premisas fundantes que guían las relaciones hemisféricas y que condenan a nuestros países a la condición de inertes satélites del centro imperial: (a) mantener América latina y el Caribe como el “patio trasero” de Estados Unidos que no admite la intromisión de terceras potencias (Doctrina Monroe, 1823); (b) fomentar la desunión y la discordia entre los países del área y oponerse con total intransigencia ante cualquier proceso de integración o unificación (por eso, Washington sabotea a la Unasur, a la Celac, también al Mercosur, y ni hablemos del Alba-TCP, Petrocaribe, Banco del Sur o Telesur. Esta política arranca desde los tiempos del Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826 y continúa hasta hoy); (c) el tristemente célebre “corolario de (Theodore) Roosevelt”, de 1904, en el que Estados Unidos se arroga el derecho a intervenir en los países del área cuando sus gobiernos sean “incapaces de mantener el orden dentro de sus fronteras y no se comporten con una justa consideración hacia sus obligaciones con el extranjero.” Y más adelante prosigue diciendo que “siempre es posible que las acciones ofensivas hacia esta nación (Estados Unidos) o hacia los ciudadanos de esta nación (eufemismo por empresas norteamericanas) de algunos Estados incapaces de mantener el orden entre su gente, incapaces de asegurar la justicia hacia los extranjeros que la tratan bien, pudieran llevarnos a adoptar acciones para proteger nuestros derechos; pero tales acciones no se adoptarían con miras a una agresión territorial y serían adoptadas sólo con una extrema aversión y cuando se haya hecho evidente que cualquier otro recurso ha sido agotado”.

Fieles a estas premisas, no tiene sentido alguno preguntarse si Trump o Clinton serían más convenientes para América latina. Quizá podríamos especular sobre quién sería menos malo. En tal caso creo que entre estas dos malas personas, inmorales y corruptas, tal vez la menos dañina podría ser Hillary, pero nada más que eso. Ella y Trump representan, con ligeros matices, lo mismo: la dictadura “legal” del gran capital en Estados Unidos. Trump es más impredecible y esto no necesariamente sería malo. Hasta podría despegarse ocasionalmente del “complejo militar-industrial-financiero”, pero su compañero de fórmula –un cristiano evangélico de ultraderecha– es un troglodita impresentable. Hillary es muy predecible, pero su record como secretaria de Estado en la administración Obama es terrible. Recuérdese, entre muchas otras cosas, la carcajada con que recibió la noticia del linchamiento de Muammar El Gadaffi, gesto moralmente inmundo si los hay. Como senadora se consagró como una descarada lobbista de Wall Street, del complejo militar-industrial y del Estado de Israel. América latina no puede esperar nada bueno de ningún gobierno de Estados Unidos, como lo ha demostrado la historia a lo largo de más de dos siglos. Puede, ocasionalmente, aparecer algún presidente que marginalmente pueda producir situaciones puntualmente favorables para nuestros países, como ha sido el caso de James Carter y su política de derechos humanos, concebida para hostigar a la Unión Soviética e Irán pero que, indirectamente, sirvió para debilitar las dictaduras genocidas de los años setenta. Pero nada más que eso. Nosotros tenemos que forjar la unidad de nuestros pueblos, como lo querían Artigas, Bolívar y San Martín en los albores de las luchas por nuestra independencia. No tenemos nada bueno que esperar de los ocupantes de la Casa Blanca cualquiera sea el color de su piel o su procedencia partidaria.