14 de abril de 2017

EL FIN DE LA IZQUIERDA POSMODERNA

David de Ugarte. Las Indias.blog

La «identity politics» ha muerto. La mató el triunfo de Trump. Queda como cultura de grupo, como signo de pertenencia a un difuso «progresismo». Pero si la izquierda global quiere cambiar las cosas y darle forma a nuestra época, tiene que abandonarla definitivamente y volver a sus fundamentos.

Durante los años noventa la izquierda americana se transformó profundamente. No venía de la centralidad del trabajo y la producción como la europea sino del consumismo, o mejor dicho del «consumerismo» solapado a partir de los sesenta con las teorizaciones que surgieron a partir del movimiento de derechos civiles y que, siguiendo los textos de Fanon, equiparaban a las minorías raciales americanas y sus movimientos con los movimientos independentistas de las colonias inglesas y francesas.

Poco importaba que se levantaran voces, sobre todo en Europa y Africa, afirmando que ese discurso no era más que una nueva versión, hipócritamente aliñada con Marx, del esencialismo nacionalista anti-ilustrado, de Herder y de Meistre. Era funcional en una manera esencialmente nueva. Lo que el racismo de Fanon y Malcom X propone no deja de ser aplicar lo que hasta entonces el nacionalismo había aplicado al mundo (dividiéndolo en un puzzle de esencias nacionales) a la nación misma. Es decir crean un molde que permite la unificación en un solo marco de los principales movimientos que llaman la atención de los universitarios de los setenta: el feminismo y el nacionalismo negro. Una nueva generación de profesores se apoyará en los nuevos críticos europeos de los discursos de la Modernidad -en Foucault pero sobre todo en Derrida- para intentar darle un fondo intelectual más sólido, pero también para desbancar a la generación en el poder en los claustros.

Y esto fue fundamental, porque la nueva generación de intelectuales americanos entendió el conflicto social en el molde del conflicto por la hegemonía en los claustros. Los discursos sobre la producción, el trabajo, las clases, la organización de la economía… nada de eso estaba en el primer orden del debate. Eran las «identidades» las que lo estaban. La «diversidad», entendida como diversidad de sexo y raza, era la bandera de la nueva revolución universitaria.



El resultado fue una gran coalición que ofrecía hueco en el «asalto de los cielos» universitarios -y en general a todo lugar que permitiera una «acción afirmativa»- a todos los damnificados del sistema establecido a condición de que construyeran una identidad esencial propia, una ideología característica de grupo. Ser feminista dejó de significar batallar por la igualdad social de las mujeres respecto a los varones para implicar una concepción determinada de la mujer asociada a valores, a un «ser mujer» esencialmente diferente a «ser varón». Es decir, por debajo de la determinación cultural de roles, había algo irreductible, una «diferencia», que hacía a las mujeres diferentes en su «ser». Del mismo modo, un activista por los derechos de las minorías raciales dejó de significar alguien que batallaba por los derechos civiles y comenzó a implicar creer y ser parte de una comunidad imaginada de la raza que configuraba a cada individuo que hiciera parte de ella (un pensamiento «blindado» porque si el individuo lo negaba era por «auto-odio» impuesto por el sistema de identidades existente que negaba su «esencia»).

El espectro se abrió pronto pero no sin dificultades a las identidades basadas en la sexualidad y el ecologismo. Las operaciones necesarias fueron a veces difíciles e incluso, en el caso del ecologismo, ridículas. La teoría de género fractalizó el modelo una vez más, llevando la lógica de las identidades esencialistas a lo que no podía dejar de reconocer como un continuo difícil de acotar y por tanto casi imposible de reducir a átomos identitarios esenciales. Por su parte, el ecologismo tuvo que renunciar a la comunidad imaginada para tener un sujeto. En su lugar volvió al modelo últimos de los seres imaginados: la deidad. «Gaia», la personificación de la Naturaleza -la «madre» Naturaleza- se convirtió en un sujeto político más. En la era de la cultura de la adhesión ya no hacían falta siquiera miembros, bastaba con tener seguidores para tener una «identidad».


Curiosamente, no todas las «diversidades» quedaron incluidas en la definición de «diversidad» de la nueva ideología ascendente. Por ejemplo, la diversidad lingüística, que hubiera puesto en aprietos la estructura de departamentos de la universidad más allá de las cuotas étnicas, nunca entró siquiera en consideración a pesar de que eran lingüistas muchos de los pioneros del movimiento y de que la diversidad lingüística y la educación pública en otras lenguas distintas del inglés sea un campo de batalla social cotidiano desde siempre en EEUU (con las lenguas aborígenes, con el alemán hasta la guerra mundial, con el español al menos desde la conquista de Texas, etc.).

De ideología a cultura hegemónica en la izquierda
El conjunto de todo este fantástico, complejo y diverso movimiento intelectual es eso que se ha dado en llamar «identity politics». Su éxito fue indudable. La «identity politics» derivó de facto en un conjunto de prácticas y signos que redefinían la pertenencia a la izquierda.

Y es que la «identity politics» ha sido la ideología más atenta a las formas y al lenguaje desde las revoluciones puritanas protestantes -a las que recuerda tantas veces. Un elemento clave fue la definición de un nuevo «political correct»,un registro lingüístico diseñado para «no ofender ninguna identidad» y que derivó el espíritu evangélico de los conversos hacia eso que John Carlin definió como el «fascismo lite de los campus anglosajones». No es de extrañar que la generación de Carlin quedara en shock ante las consecuencias de la nueva ideología: podían compartirla pero no eran parte de su cultura. Y era precisamente como cultura que se estaba extendiendo. La vieja feminista era de repente sospechosa si no usaba el «los/las» continuamente. El militante obrero, otrora idealizado, se convertía ahora en un «varón blanco sin estudios», arquetipo de la categoría social más reaccionaria. La «diversidad», cual nuevo signo de la gracia, se convertía en el mandato de representar una realidad de «demographics» predefinidos más allá de lo razonable.



Esa dualidad de la «identity politics» como ideología y como cultura que quiere ser hegemónica en la izquierda, es lo que ha producido que sirva hoy con el mismo desparpajo para alimentar los guiones de las series americanas con arquetipos de conflicto que para planear estrategias electorales. Solo que mientras las series solo necesitan llegar a la verosimilitud, las elecciones, especialmente las presidenciales, solo tienen un criterio de verdad: ganar.

Y en esto llegó Trump
La noche del martes al miércoles pasado comenzó con una afirmación continua, en prácticamente cada canal de noticias norteamericano, de los presupuestos de la «identity politics». En CBS la tertulia de comentaristas era pura demografía, pura especulación de tendencias por identidades imaginadas: mujeres, latinos, negros, blancos sin estudios… Parecía una clase de Sociología en una universidad americana de los ochenta. El primer analista convocado, sentenció la hipótesis a falsar esa noche: «no se pueden ganar unas elecciones en la América diversa y multicultural faltando el respeto a las comunidades con más crecimiento». Michel Moore en su monólogo electoral en el condado de Clinton, un verdadero concentrado de «identity politics» y condescendencia universitaria, partía de otro hecho muy comentado a principios de la noche: «solo queda un 19% de varones blancos en EEUU».


Nada podía fallar. Pero falló. Esa noche la «identity politics» falló y quedó falsada en la práctica política real. Si Trump tuvo su 18 Brumario, la izquierda posmoderna tuvo, literalmente, su 9 de noviembre.

Resulta que esos varones blancos sin estudios a lo mejor no son esos «dinosaurios sollozantes» porque «después de un presidente negro viene una presidenta mujer» y «después vendrá un gay», «y después un transexual» que caricaturizaba Moore. A lo mejor ni siquiera, salvo unos cuantos tarados, se definen y votan como «blancos» o como «varones» aunque toda la dialéctica de la «identity politics» pretenda eso de ellos. A lo mejor son de todos los colores y lenguas maternas. A lo mejor no es la «identidad» sexual y étnica lo que les abruma. A lo mejor no es que «no comprendan» la globalización como nos dicen. A lo mejor la comprenden perfectamente y a lo mejor no aceptan ser divididos como si fueran especies de ganado en variantes genéticas y culturales. Tal vez, lo que están es hartos del neoliberalismo y de la desigualdad al punto de darse un tiro en el pie con tal de dárselo a una élite tramposa y «listilla» como apuntaba «The Idler».

Puede, simplemente que como comentaba Tyler Cowen la diversidad fuera otra cosa porque a fin de cuentas si un 29% de «latinos» votó por Trump:

muchos de esos votantes no ven «latino vs no latino» como la frontera de diversidad que les interesa con más intensidad.

En algunos lugares, como «Politico», el think tank de facto más potente de los demócratas, manifestaciones-antitrump hasta ahora un difusor acrítico de la política identitaria, empezó ya una cierta autocrítica:

Cuando empiezas a pensar en términos de gestión por un lado de las élites globales al nivel supranacional y por otro en entidades desterritorializadas en nivel subestatal [los sujetos de la «identity politics»] que buscan pero nunca encuentran acomodo en sus «identidades», las consecuencias son significativas: tasas bajas de crecimiento (alimentadas por el endeudamiento) y ciudadanos aislados que pierden su interés en construir un mundo juntos. En consecuencia por supuesto aparece un capitalismo de amigotes rampante cuando, en nombre de la eliminación de los «riesgos globales» y proveyendo distintas formas de «seguridad», la colusión entre las siempre crecientes burocracias estatales y los mastodontes corporativos globales crea una clase cerrada de ganadores y otra de perdedores. Esta es la alta disparidad de riqueza que vemos en el mundo de hoy.

Conclusiones
Puede que a pesar de nuestras críticas de hace unos días, Zizek llevara razón y el triunfo de Trump sirva de disparo de salida para cambiar la cultura y la ideología de la izquierda en los países centrales. El primer paso ha de ser una crítica en profundidad, una «deconstrucción» si se quiere llamar así, de la ideología identitarista que le alimentó hasta ahora en el mundo anglosajón y de su matriz, el nacionalismo. Porque la igualdad social no se construye convirtiendo en sujeto político -con sus consecuentes burocracias y «representantes» con cuotas de poder fijadas legalmente- a todas esas «identidades» o categorías sociológicas sobre las que históricamente se discriminó o ejerció el poder, sino eliminando la relevancia legal, cultural, social y sobre todo, económica de esas divisiones artificiales.

Y en todo caso, lo que parece indudable es que será imposible recomponer la izquierda sin pasar la página de la «identity politics» y tomarse en serio, como núcleo central del orden social que son, a la producción y al trabajo.

NOTA DEL EDITOR DE ESTE BLOG
Comparto el análisis esencial del autor sobre la necesidad de desmontar el discurso de las identidades, fundamentalmente porque el relato de los comeflores neopijos postmodernos es de un liberalismo reaccionario que tira para atrás y porque divide la a la clase trabajadora en 100.000 identidades incomunicadas entre sí, salvo por las plataformas del capitalismo pseudoprogre que las pastorean.

Comparto, por tanto, la necesidad de recuperar una perspectiva de clase en la lucha por la emancipación del ser humano.

Sin embargo, no comparto en absoluto dos cuestiones que se desprenden del texto, sea directa o indirectamente.

La primera de ellas es la de la necesidad de recuperar la izquierda o recomponer la izquierda. Aunque esto se haga en términos de “la producción y el trabajo”, como propone el autor ¿Qué duda cabe que si no se pone el énfasis en el antagonismo de clase, que se encuentra precisamente en el enfrentamiento de intereses explotador-explotado o capital y trabajo, si se prefiere -y no en esa tontuna de ricos y pobres o de arriba y abajo, que se usan con la intención de esconder el origen de la desigualdad real-, seguiremos uncidos a la dominación de los seres humanos por otros seres humanos.

La izquierda es irrecuperable y es bueno que así sea. Y no por las teorizaciones de la New Left o post68, que la han degenerado irreversiblemente, sino porque dentro de la fracción mayoritaria de la misma que se asentaba en una posición de clase estaba ya el mal en sí mismo.

Me explicaré porque quiero aclarar que lo que cuestiono no es en absoluto la posición de clase sino la consecuencia de lo que es la "izquierda" antes de los "cumbayá". Los límites políticos en los que esa izquierda mayoritaria encarceló a dicha posición de clase: el reformismo.

Desde Bernstein y Kautsky la izquierda mayoritaria era ya socialdemócrata en el sentido de evolucionista hacia una mejora de la situación de la clase trabajadora sin intención alguna de romper el capitalismo. La fórmula oportunista bersteiniana “el movimiento lo es todo; la meta final no es nada” señalaba ya lo que podía esperarse de “la izquierda”. Mucho más tarde pero siguiendo ese mismo trazado llegarían el eurocomunismo -socialdemocracia vergonzante- y el social-liberalismo, ambos cara amable de la acumulación capitalista; títeres domesticados del capital y domesticadores de la clase capitalista. Así pues, es desde entonces cuando comenzó a joderse todo. Pijoflauta o reformista con origen de clase, “la izquierda” está degenerada irreversiblemente. Es incapaz, porque no lo considera deseable, defender la lucha por una sociedad socialista. Cuando habla de “anticapitalismo” vende keynesianismo. Cuando denuncia al capital, le pone sordina al hecho de que la Unión Europea es uno de sus centros y que no hay que reformarla sino destruirla. Cuando habla de revolución se refiere a la “revolución ciudadana” de los Correa o los Lenin Moreno, gestores humanistas del capitalismo y, cuando se pone “hiperrevolucionaria” se conforma con apoyar al histrión de “el pajarito”, gestor inútil y creador de corrupción a su alrededor que, cuando ha tenido el aparato del Estado capitalista, porque lo sigue siendo, se ha limitado a redistribuir las rentas del petróleo en lugar de destruir dicho aparato y sustituirlo por uno de la clase trabajadora , en el que ella sea la dueña de los medios de producción, cosa que no ha tocado apenas. Esa izquierda que cuando se pone levantisca en España se limita a envolverse en la bandera de una república que fue burguesa hasta su final, a pedir procesos constituyentes de no se sabe qué -o si se sabe: se limita a cambios cosméticos en el aparato institucional, nunca en la base social de la propiedad- y a sumarse a todo lo que dé la puntilla a una perspectiva de clase, como en el pasado el 15M o en el presente la Renta Básica o el empleo garantizado.

A algunos de ellos ya se les va viendo el plumaje antiobrero con ese discurso de que la clase trabajadora vota a la ultraderecha o el fascismo, como si fueran lo mismo, aunque ambos enemigos de una clase a la que hablan porque los “progres”, la “izmierda” han dejado de lado la radicalidad necesaria en un mundo en el que la acumulación capitalista pasa por expropiar a nuestra clase de todo lo que conquistó en su día a costa de cárcel, represión, torturas y muerte en tantos y tantos casos.

No, no hay que recuperar a “la izquierda”. Quede ésta en su tumba, que ahí es donde debe estar. Lo que hay que recuperar es la lucha por una sociedad socialista y comunista pero sin museos, ni mausoleos, ni nostalgias, ni naftalina, sino desde una vuelta a Marx , a un Marx al que los degenerados han intentado prostituir con sus infectadas babas de elogios, mientras afirman que la dictadura del proletariado es que gobiernen “¡los pobres!” y que eso hoy es la democracia. 


Que les den.