30 de septiembre de 2013

JAQUE AL 25-S. LA TERCA VOLUNTAD DE LA DERROTA

Por Marat

1.-Hagamos un poco de memoria
Desde su primera convocatoria el 25 de Septiembre del pasado año, lo que inicialmente se conoció por la apelación a diversas tentativas –ocupar, rodear, sitiar, tomar el Congreso-, ha ido derivando hacia la más patética plasmación del ridículo, nacido ante todo del alcance de sus planteamientos políticos centrales y, en menor medida, de la enorme distancia entre sus pretensiones y sus logros.

Desde el lenguaje golpista de sus primeras convocatorias y la presencia de algunos grupos ultras entre sus convocantes (pueden ustedes acceder a mis anteriores artículos sobre estas convocatorias en este mismo blog) hasta la actual de “Jaque al Rey” del 28-S han cambiado tanto el tono de las convocatorias como los objetivos de las mismas y la composición real de una parte de las organizaciones convocantes.

Del mismo modo ha variado, fundamentalmente en este último 28-S, el tratamiento dado a los convocados. En la anteúltima convocatoria, una especie de “comandancia secreta de la revolución ciudadana” animaba al “pueblo” a acudir a su movilización calculando un alto grado de represión (pedían hasta médicos y enfermeras para el evento), mientras dicho colectivo (“En Pie”) se mantenía, prudentemente, en el anonimato, por eso de que si hay que hacer sacrificios que caigan los peones pero nunca los autoproclamados generales. Como la siniestra Brigada Provincial de Información de la Policía Nacional en Madrid los tenía controlados, decidieron presentarse y autoidentificarse en los juzgados de Plaza Castilla. Afortunadamente no parecen haber sufrido una represión particularmente severa.

Por el contrario, en esta última convocatoria, dirigida ya no contra el Parlamento sino contra el Borbón y la Monarquía, la coordinadora 25-S, que tantos enfrentamientos internos y con los iniciales convocantes del 25-S del pasado había vivido, no planteaba especiales sacrificios a su convocatoria de manifestarse y ocupar “indefinidamente” la Plaza de Oriente, si bien a última hora y ante la evidencia de un fracaso anunciado aclaraba que “indefinidamente” significaba no fijar la hora de finalización de su manifestación. La idea de emular al 15M plantando en la plaza tiendas de campaña fue abandonada sin que oficialmente se admitiese haberla planteado. 

En cualquier caso, la movilización fue un fracaso de varios cientos de personas, frente a 1.400 policías de las UIP; un fracaso incluso anunciado, por mucho que sus convocantes afirmen como éxito haber reunido al principio de la manifestación a 8.000 personas, disminuidas en número luego por la torrencial lluvia. Magra convicción y energía es esa a la que el agua disuelve. Las cifras es lo que tienen: cualquiera puede dar las que le dé la gana pero la realidad es que ni con las anteriores convocatorias cayó el gobierno de extrema derecha liberal ni se disolvieron las cortes ni en ésta se ha avanzado un solo milímetro en el destronamiento de los Borbones. Y esos eran los objetivos explícitos y proclamados de tales llamamientos a la movilización. Ni el ambiente previo en la calle y en las redes sociales anunciaba otra cosa ni los objetivos de la convocatoria –y ésta es la razón clave de su fracaso- permitían esperar algo distinto, salvo quizá para una parte de los cambiantes a lo largo de un año grupos convocantes, para los que la reflexión acerca de su menguante capacidad de atracción no parece merecer autocrítica ni análisis algunos. Baste para ilustrar esta afirmación el comunicado de autodisolución de la Plataforma ¡En Pie! Ni el menor atisbo o tentativa de explicación real del porqué de su fracaso, que no fuera culpar a la sociedad de no aceptarles su papel de guías.

No me voy a referir a la evidente contradicción de una movilización, de forma más acentuada la última, que dice pedir la abolición de la Monarquía pero que en ningún momento afirma su voluntad de proclamar la III República española y se limita al eufemismo de aludir a una “forma de gobierno republicana”. Cuando uno se la agarra con papel de fumar en su lenguaje y no es claro y decidido en sus propuestas no merece otra cosa que el más profundo desprecio por su cobardía En cualquier caso, no está aquí el motivo de un fracaso en la movilización sino en la evidente desconexión entre la realidad terrible que vive la clase trabajadora y las reformas, por mucho que las vendan como rupturas radicales, institucionales que proclama esta gente.

2.-Razones del fracaso de cierto modelo de protesta social y la quincalla teórica del reformismo
Lo que una y otra vez viene fracasando desde hace meses es una determinada forma de protesta social y unos contenidos concretos de esa protesta.

Es la permanente apelación al “ciudadano”, figura inoperante como sujeto político al que enfrentar a las consecuencias sociales de la crisis capitalista, porque la llamada ciudadanía está compuesta tanto por explotados como por explotadores, por favorables a las reformas liberales como por partidarios a resistirlas, la que está condenada a la derrota. Cuando la empresa privada aplica un ERE a cientos o miles de sus empleados no se la está aplicando a los ciudadanos sino a los trabajadores. Cuando la enseñanza y la sanidad públicas son degradadas al máximo por los gestores políticos, para justificar su privatización, no es el genérico e indiferenciado “ciudadano” el que sufre sus consecuencias, porque una parte de esos “ciudadanos” pueden pagarse tanto una enseñanza como una sanidad públicas, sino la clase trabajadora en su conjunto, que es la auténtica víctima tanto de la crisis capitalista, como de las medidas de austeridad que sólo a ella se le aplica o de la traición de clase de las izquierdas sistémicas.

Por otro lado, la reivindicación de la ciudadanía y de la figura del ciudadano como ejes de la protesta se asienta en un supuesto falaz e intencionadamente tramposo. La de que el poder “de los mercados” –la obsesión por no llamar a las cosas directamente por su nombre, capitalismo, es ridículamente enfermiza- acaba con la soberanía de la política y con el respeto a la voluntad ciudadana propia de las democracias.

Cualquier estudiante de bachillerato, no necesariamente brillante ni mucho menos, sabe que los derechos políticos democráticos y su extensión –el derecho de ciudadanía y la consideración de ciudadano- son un fenómeno no estático y perenne sino una conquista de tipo histórico que ha sido compatible tanto con los modelos económicos liberales como con los mal llamados de “economía mixta” del Estado del Bienestar.

Lo que se dirime en la contrarrevolución liberal no es el derecho de ciudadanía ni el ataque a la democracia por parte de “los mercados”. A lo que el capitalismo –porque se trata del capitalismo. El mercado también existe en una sociedad socialista- ataca primordialmente es a las conquistas sociales de una clase, la trabajadora, por mucho que de esas conquistas se hayan beneficiado también las clases medias.

Los derechos de ciudadanía son ante todo políticos y de igualdad ante la ley, no necesariamente económicos y sociales. No lo fueron con la revolución francesa de 1789 ni con las revoluciones burguesas de mediados del siglo XIX. Tan sólo fueron reconocidos en la práctica esos derechos económicos y sociales durante un breve período periodo posterior a la II Guerra Mundial, empezando a naufragar con el inicio de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher a principios de los años 80 del pasado siglo. El auge y los fundamentos legales del Estado del Bienestar duraron no más de 35 años, aunque sea ahora cuando se esté firmando “legalmente” su acta de defunción.

Las reglas del juego han cambiado en cuanto al fin de la universalización de los servicios sociales y de los derechos sociales y económicos. No así los derechos políticos de ciudadanía que permanecen, del mismo modo en el que lo hicieron durante todo el siglo XIX y la primera mitad del XX en gran parte de los países europeos y en Norteamérica.
Serían las luchas obreras durante esos siglos, junto con la revolución bolchevique de 1917 y la Gran Depresión los que obligarían a políticas expansivas de Estado, ya fueran en su versión del New Deal o en la de los fascismos europeos.

Será Marx quien cuestione el hecho de que la revolución francesa y las revoluciones burguesas creen un marco jurídico de derechos democráticos y de ciudadanía pero se detengan en la propiedad como piedra de toque sagrada sin extender la igualdad jurídica entre los seres humanos a una igualdad real en lo económico, al mantener la burguesía la posesión de los medios de producción. Apuntando más lejos, Marx afirmará que los derechos de ciudadanía bajo el Estado burgués, lejos de ser un avance hacia la igualdad real –la económica y social-, consolidan la desigualdad entre los seres humanos porque la encubre y legitima bajo un manto humanista y de apariencia democrática. Es obvio que Marx no está proponiendo remedios de hipócrita plañidera, como hacen las “izquierdas” vergonzantes actuales con toda esa chatarra intelectual del “bien común”, la “democracia económica y social”, el comercio justo, la renta básica universal o la banca social, todas ellas de un origen más que sospechoso en teóricos liberales o de corte “humanizador” del capitalismo. La propuesta de Marx no era poner paños calientes al cáncer capitalista sino la de realizar una revolución social que destruyera su desorden para instaurar uno moralmente superior, el socialismo.     

La obstinación en el rechazo y la renuncia a la lucha de clases al dirigir intencionadamente, y en compañía del afortunadamente ya moribundo movimiento indignado, la protesta social sólo contra el Estado, los gobiernos y las instituciones y negarse  a orientarla también hacia las grandes empresas y corporaciones, auténticos diseñadores de las políticas que aplican los gobiernos contra la clase trabajadora, resulta cuando menos sospechosa.

Sin lucha de clases carece de sentido alguno una protesta social cuyo origen, parece que hay que recodarlo a todas horas, es la crisis capitalista que está provocando la mayor concentración de riqueza en menos manos y el mayor expolio de sus conquistas sociales que haya sufrido la clase trabajadora en toda su historia. Y no hay lucha de clases si las luchas no son proyectadas a la vez y con la misma entereza contra el empresariado capitalista y contra sus gobiernos, que no actúan por maldad caprichosa de los políticos, como infantilmente se nos pretende hacer creer, sino como instrumentos al servicio de la clase a la que representan, la burguesía.  

Sin lucha de clases no será posible debilitar a la clase que impone las políticas contra la inmensa mayoría de la población, que es la asalariada y la que ha dejado de serlo al convertirse en parada, ni será posible cambiar las políticas gubernamentales ni la composición de los gobiernos. Sólo desde la fuerza de la clase trabajadora, a la que colaboracionistas sindicales y las pseudoizquierdas mantienen fuera de del combate, es posible transformar la realidad y esa realidad no se cambia sin afrontar de manera directa las cuestiones de la propiedad, en el ocaso final de lo público, de la distribución de la riqueza y de su origen.

En ellas se encuentra el nudo gordiano que hace posible una correlación de fuerzas tan desequilibrada entre trabajo y capital. Sólo unos objetivos y unos contenidos ideológicos que las sitúen en el centro mismo de la protesta pueden empezar a revertir la situación hacia una posición más ventajosa de los oprimidos frente a la dictadura de la burguesía.
Sin duda, éste es el camino más difícil. Situar la lucha en el espacio de la producción y del poder económico y en sus proximidades es un desafío plagado de obstáculos, no sólo por el dominio del empresariado y sus estructuras corporativas de poder vertical sino también, y de modo muy importante, por la cooperación desmovilizadora que les prestan las burocracias antisindicales de los que aún son sindicatos mayoritarios, de las izquierdas sistémicas y sus aliados de la “democracia líquida” y de una indignación con ideología de clase media, cuya función está siendo la de desviar la correcta orientación de la lucha social hacia un destino inútil y frustrante para los incautos que participan de ellas. Pero si las trabas para emprender esta reorientación de la protesta social son enormes, el fracaso de las movilizaciones precedentes respecto a sus propios objetivos muestran, como mínimo, la necesidad de replantearse porqué siguen y con qué objeto.

De la mano del ciudadanismo interclasista que no ahonda en las raíces históricas y estructurales de la desigualdad, basada en la contradicción entre una producción social y  una apropiación individual del beneficio y de la riqueza, derivado de la propiedad privada de los medios de producción, va la pantomima de los “procesos constituyentes/ destituyentes”. Entre los cándidos bienintencionados del ciudadanismo y de los procesos constituyentes, que los hay, se asienta la falsa creencia en que basta la participación política y el éthos (para entendernos, moralina) “democrático” para luchar contra el capitalismo, por supuesto sin tocar, o haciéndolo en pequeña medida, las bases estructurales de la desigualdad. Pero lo cierto, y ahí se les pilla como a pardillos, es que sus medidas y propuestas van encaminadas, antes que a nada, al cambio del marco jurídico y político institucional; una mero programa democrático burgués. Hace ya mucho tiempo que sabemos que, salvo el poder, todo es ilusión, y la crisis capitalista ha hecho más evidente, si cabe, para quien no se arranque los ojos con el objeto de no cambiar su ciega creencia, que el auténtico poder es el económico y que los gobiernos son sólo  los brazos obedientes del capital.  Luchar “contra las privatizaciones, los recortes, la corrupción y el expolio al que nos somete el capital financiero” e incluso mostrarse partidario de algunas privatizaciones de sectores estratégicos es un brindis al sol, que en nada cambia la naturaleza del sistema económico si las luchas y los cambios no se insertan en una transformación socialista que expropie a los capitalistas las propiedades de sus empresas y las convierta en propiedad social de sus trabajadores. En la Francia de De Gaulle el 40% de la gran empresa era pública y ello no hizo que la economía francesa dejase de ser capitalista. La mayor parte de la gran empresa durante el franquismo perteneció a un organismo público, el INI, pero el sistema económico era capitalista, tanto por sus bases jurídicas como por las relaciones sociales de producción imperantes en esa economía.

Dicho de otro modo, “procesos constituyentes” sin lucha de clases y sin proyecto de sociedad socialista y de economía de propiedad colectiva es un quítate tú para ponerme yo, un cambio de actores políticos, la sustitución de un régimen de partidos por otro en el que gobiernen aquellos que no pudieron hegemonizar la transición política. Gatopartismo de la peor factura. En una etapa de mayor bienestar para las clases trabajadoras tal proceso político sería un avance, por lo que supondría de ruptura con un sistema político democráticamente mejorable. En una etapa de tremenda dualización social, depauperación del nivel de vida de la clase trabajadora, agudización de las contradicciones fundamentales del capitalismo y hegemonía brutal de la burguesía en la lucha de clases, por incomparecencia de las pseudoizquierdas y el sindicalismo amaestrado, un proceso constituyente limitado básicamente al cambio del marco político es sencilla y llanamente traición a la clase trabajadora.    

Desde hace decenios, las izquierdas y las organizaciones sindicales han ido renunciando a su identidad ideológica, basada en ser representantes de los intereses de la clase trabajadora, para ir adquiriendo capa a capa otro ropaje político, el suministrado por los augures demoscópicos al servicio del régimen capitalista, que machacaban de manera continuada con la gran mentira de que las sociedades modernas lo eran de clases medias y con la correspondiente cantinela de sociedades orientadas al centro político. ¿Qué clases medias son esas que se ven amenazadas de desaparecer en una crisis económica? ¿Qué rigor analítico existe en una teoría de las clases medias que integra dentro de las mismas a asalariados con altos sueldos, propietarios de medios de producción de la pequeña y mediana empresa y profesionales liberales de alta cualificación? Cuando lo que articula dicha definición es la capacidad adquisitiva ante el consumo y la posibilidad de generar patrimonio, la confusión y el engaño están servidos pero poco importa a los sociólogos de turno del sistema porque el objetivo no es otro que crear ideología conservadora y justificar el consentimiento social y el consenso de valores alrededor de un modelo de capitalismo avanzado. Lo cierto es que el salario, aun siendo elevado no conforma clase media porque su origen no es independiente para el beneficiario sino que depende del contrato por cuenta ajena y ser asalariado es una de las bases definitorias clave de la pertenencia a la clase trabajadora. En el caso de los altos asalariados cabe hablar de “aristocracia obrera”, que constituye una fracción dentro de una clase social pero no una clase en sí porque las clases se definen por su posición en la producción. Podríamos aludir también a la tendencia, previa a la crisis actual, hacia una posición subalterna a través de la salarización de importantes sectores de los profesionales liberales de alta cualificación pero no nos detendremos en ella por no ser objeto de este artículo.

Es fácil desmontar la argucia de la teoría del predominio de las clases medias en la estructura social de las sociedades de capitalismo avanzado. Es más difícil desmontar la hegemonía del discurso ideológico de clase media, sencillamente porque el desclasado que cree pertenecer a ella, sin serlo, no está dispuesto a permitir que le sitúen en un lugar tan poco brillante socialmente y de tan escasa proyección aspiracional como la de trabajador. Es sabido que cuando el tonto coge la linde, y la linde se acaba, el tonto sigue. Pero será la crudeza de los hechos y de la pérdida de nivel de vida la que ponga en su sitio a estos adoradores de becerritos de oro porque su realidad no les da para becerros grandes.
Requiere más esfuerzo resistir que plegarse a la orientación dominante del viento y esto último es lo que han hecho desde entonces las organizaciones que en el pasado lo fueron de la clase trabajadora y que hoy están al servicio de un discurso reaccionario de clase media que lo único que desea es mantener su amenazado “bienestar” económico sin alterar su lealtad al sistema capitalista.

Esas pseudoizquierdas, penetradas hasta los tuétanos por lo peor de la ideología liberal a la que dicen combatir, perseveran en un discurso que las conduce de fracaso en fracaso porque han asumido, pusilánimes, el principio de que no deben radicalizarse para lograr ser hegemónicas, porque la sociedad es muy moderada. De ahí su ridículo discurso del 99% contra el 1%, que absuelve a las clases medias patrimoniales propietarias de medios de producción, de su condición de verdugos de la clase trabajadora, subordinando los intereses de ésta a los de la lucha por la supervivencia del pequeño y mediano empresario. ¿De qué sirve tener la hegemonía, que están cada vez más lejos de adquirir porque no convencen a la clase trabajadora, de un discurso que no es el suyo de origen?

El fracaso de las movilizaciones ciudadanistas, interclasistas, sólo de reivindicación institucional y de los distintos eventos del 25-S se produce no porque la clase trabajadora sea revolucionaria (no le corresponde a ella serlo sino a sus organizaciones) sino porque sus reivindicaciones no tienen nada que ver con ella. Si durante un tiempo funcionó, bajo la marca indignada del 15M era porque la gente estaba lo bastante airada como para salir a protestar. A pesar de ello  las protestas movilizaron sobre todo a sectores de las mal llamadas clases medias. Cuando empezó a hacer aguas no es porque se radicalizara –admitir la dación en pago no es ser radical; es asumir el imperio del derecho del usurero a cobrar la deuda sobre el derecho humano a la vivienda- sino porque se agotó, al no ser un elemento que hiciera avanzar propuestas que supusieran una auténtica conexión con las necesidades reales, cotidianas y vitales de los golpeados por la crisis y las políticas de austeridad.


La República es una aspiración natural de las izquierdas, claro que sí. Pero, ¿de qué les serviría a los 4.000 trabajadores de Panrico, que no cobran sus nóminas para que la empresa pague a proveedores, que verán rebajadas sus salarios, cuando los cobren, en un 45% o que asistirán al dramático despido de 1.900 compañeros, que el Jaque al Rey lograse la sustitución de un Borbón tarado por el Presidente de una República que permitiese las políticas antisociales y el chantaje terrorista de los empresarios que hoy padecemos? Señores constituyentes: piensen la respuesta y luego me la cuentan.