23 de febrero de 2011

ENSEÑANZAS DE LAS REVOLUCIONES ÁRABES QUE MARCAN EL AUTÉNTICO COMIENZO DEL SIGLO XXI


Por Marat

Las rupturas que señalan los grandes cambios históricos tienen su propio calendario. No tienen porqué coincidir con los inicios oficiales de los años, los decenios o los siglos.

La voluntad de los pueblos y las clases populares marca su propio ritmo, atrasa o adelanta las cadencias y los tiempos y establece discontinuidades con la apariencia plana del movimiento de la Historia.

Las revoluciones árabes están alumbrando la entrada en el auténtico comienzo del siglo XXI. Y no es extraño que lo hagan al ritmo de exigencias democráticas que no se agotan, ni mucho menos, en el cambio de unos regímenes políticos despóticos por otros de corte formalmente democrático.

Tanto en Túnez, como en Egipto, en la marabunta social que avanza por Argelia, Marruecos, Libia (cuando escribo estas líneas un tambaleante Gaddafi continúa masacrando a su pueblo mediante el ametrallamiento y los bombardeos sobre la población civil y la acción de los matones del régimen), Jordania, Barhéin, Yemen y que en cualquier momento podría aparecer, con sus propias revueltas, en las corruptas monarquías del Golfo Pérsico, el clamor democrático posee componentes políticos pero también indudablemente económicos y sociales.

Ello sucede, sin embargo, en países en los que la izquierda es muy débil, siendo las  represiones a los movimientos populares que impulsó en el siglo pasado una de las razones de ello, aunque quizá no la única.

Las revueltas sociales que están convulsionando al mundo árabe, nacen de una base popular que muchos parangonan con los principios que impulsaron a la Revolución Francesa de 1789. Incluso algunos analistas ven similitudes entre los alientos de la Plaza de Tahrir y la Comuna de París de 1848. Me parece demasiado aventurado afirmar este último extremo, cuando los componentes políticos de la demanda no parecen, en estos momentos, apuntar a un cambio de régimen global; esto es, político, económico y social.

Sin embargo, lo que ha nacido como una aspiración de libertades democráticas de tipo interclasista, tiene componentes de progreso social que no deben de ser olvidados.

En Túnez, la lucha contra el derribado régimen político de Ben Alí tiene, inevitablemente, componentes antioligárquicos, en la medida en que su dictadura representaba también una opresión de clase, de los sectores económicos más poderosos de un país cuya población dedica a su alimentación básica el 70% de sus salarios.

El alza de los precios de los alimentos básicos en Argelia, Túnez y Egipto, Libia y la mayoría de los pueblos árabes, ha estado, junto a la reclamación de libertades políticas, en el germen de unas protestas que han prendido con una fuerza popular imposible si sólo se hubiera sustentando en sus exiguas clases medias, cultivadas y occidentalizadas, lo que suele ser clásico en las demandas de cambios limitados al orden político.

Los últimos días de Mubarak en el poder y su posterior caída son incomprensibles sin la entrada en escena de la clase obrera egipcia (1). La ola de huelgas y movilizaciones obreras se extendieron por todo Egipto, incorporando un impulso popular y social a las reivindicaciones que no serán sólo políticas. Durante los últimos años no ha habido día sin que varias huelgas se simultaneasen en distintos lugares del país. Lo hemos visto también en Túnez (2) y llamativamente éste es un hecho que las grandes agencias y medios de comunicación del capitalismo occidental han silenciado. Revolución democrática sí, pero dentro de un orden y sin las turbas “sans-culottes” parece ser su tácita consigna.

De la evolución de los acontecimientos, de la capacidad de los sectores que defienden un programa político que rompa con la permanencia de las oligarquías económicas en el poder, de la habilidad de éstas para perpetuarse a través de otros rostros, con el apoyo USA, del papel que jueguen los diversos grupos islámicos respecto al factor económico y social en la lucha de estas jornadas y las sucesivas, del papel de las clases populares árabes en los cambios políticos que las revoluciones en sus países están abriendo, va a depender la deriva de unas revueltas que, de momento, han puesto en cuestión la estabilidad de unos regímenes títeres del imperialismo que tanto habían afirmado los “expertos en política internacional y mundo árabe” y los tour operadores que vendían sus paquetes turísticos con el argumento de destinos tranquilos para el impasible turista occidental con la misma sensibilidad social que una ameba.

Del mismo modo que la ceguera occidental fue incapaz de prever las revueltas existen algunos exquisitos revolucionarios de salón cuya miopía política es equivalente a su reaccionarismo de fondo. Para ellos, tras las revueltas del mundo árabe sólo se esconde la mano oscura de Washington y la CIA, buscando desestabilizar a sus propios regímenes títeres, a los que nunca han cuestionado en su satrapía criminal y oligárquica (otra cuestión es el ya viejo acoso USA frente a la teocracia de los clérigos iraníes), para imponer gobiernos títeres prooccidentales. ¿Acaso Mubarak y Ben Alí no eran regímenes amigos de los USA? ¿Acaso Gaddafi no se había hecho perdonar de sus pasadas “veleidades” antiimperialistas y anticolonialistas de juventud? Habrá que ver cómo estas mentes preclaras justifican la caída del régimen de Mubarak, amigo del Estado sionista de Israel, que abre el riesgo de poner a la cabeza de playa del imperialismo occidental en el mayor brete de su historia como Estado. Lo más grave de este análisis es que, bajo un pretendido enfoque antiimperialista se esconde su más absoluta desconfianza y desprecio hacia las masas que riegan con su sangre las calles de las tiranías árabes.

Derribados los poderes de gobiernos amigos o al menos políticamente “neutralizados” (Libia está al caer) la posibilidad de nuevas orientaciones políticas más antiUSA y antisionistas no es descartable. Y ello esta vez no parece que vaya a materializarse desde el fundamentalismo islámico (salvo los riesgos no desdeñables de Argelia y de La Cirenaica en Libia) sino desde regímenes laicos.

En los procesos revolucionarios desatados en el mundo árabe juegan todos. Intereses capitalistas occidentales, Imperialismo USA (3), Israel, Irán,...pero también las masas populares tienen algo que decir en todo este nuevo estado de cosas que pone la realidad política hasta ayer conocida patas arriba. La historia no está escrita de antemano. Hay bases sociales, económicas y de clase en las revueltas. De la capacidad de unos y otros para imponer sus estrategias saldrá un nuevo orden o desorden internacional, pues el peso demográfico, político, económico y estratégico del mundo árabe no es en absoluto desdeñable y tiene repercusiones en las cancillerías de todo el mundo por cuestiones evidentes (islamismo, petróleo, inserción en la economía capitalista mundial,...). 

Es el momento de plantearse qué pueden llegar a significar estas revoluciones al inicio del siglo XXI, qué aprendizajes podemos extraer quienes luchamos por cambiar el mundo de base, qué pueden llegar a aportar en el proceso de emancipación del ser humano frente a la opresión política, económica, social, cultural o de otro tipo.

Es demasiado pronto para avanzar cualquier afirmación rotunda pero lo que sí es evidente es que, de nuevo, se muestra que el fin de la historia, teorizado por los Fukuyama de turno y los postmodernos, pasados con armas y bagajes al campo que antaño combatieron, no está, ni de lejos, escrito.

Se nos ha dicho, con el papanatismo propio de quienes confunden causa y efecto y ven en las redes sociales 2.0 los gérmenes de los cambios sociales y de la irrupción de las masas en el centro de la vida política del mundo árabe, que estas revueltas serían impensables sin Internet y las formas de comunicación inmediata de ideas, mensajes y personas que la red ofrece.

No existe revolución 2.0 porque ésta o se produce en el mundo en el que las personas habitan, la sociedad, las calles, los centros de trabajo, los barrios, el entorno político, o no existe en el mundo virtual de Internet. No es éste el lugar del combate social sino su espacio de difusión.

Son las calles las que ponen las víctimas en la revuelta, las barricadas las que se enfrentan a las fuerzas que reprimen la protesta, las movilizaciones las que conducen a la marea humana a derribar los poderes establecidos.

El ciberactivismo es útil sólo si tiene en cuenta que su fin está en el espacio de la realidad, la ocupación de lo que hoy está vacío de la fuerza social: las calles, pero también los centros de trabajo, los de enseñanza, todo aquel lugar en el que habita la razón para la rebeldía y un halito de vida que la impulse. Los gritos virtuales prenden en los oídos colectivos cuando hay un eco social, político y económico que los haga resonar. Sin que la protesta se materialice en las calles, el ciberactivismo es sólo el esfuerzo baldío de predicadores sin audiencia, un pequeño mundo endogámico que se consume en sí mismo.

Lo que nos enseñan los pueblos del mundo árabe en sus revueltas, los jóvenes airados, los estudiantes y trabajadores, los hombres y las mujeres, en sus esperanzadas protestas es que es falso que el poder sea una losa indestructible que aplasta nuestras vidas. Al poder político es posible abatirle. La divinización del poder es la ideología que nos imbuye el propio poder, dios Jano, con doble cara -perversa pero también sagrada e inconmovible como si fuera una esfinge- No lo es y los hechos lo están demostrando.

El poder puede ser derribado a través de la lucha los oprimidos. En los motivos profundos de las revueltas árabes están el anhelo de desasirse de la naturaleza tiránica del poder, incluso cuando manifiesta un simulacro democrático o popular, pero también y fundamentalmente razones de clase, económicas y sociales, como las huelgas que en muchos de los países árabes, no sólo Egipto, demuestran.

Esa lección quien primero y principalmente la está comprendiendo es la UE y los políticos de los países que la integran. El rostro de preocupación de Zapatero en TV, mientras saludaba la “buena noticia” de las revoluciones democráticas árabes, era toda una expresión simbólica de ello (4).

Nunca el eco de las revueltas sociales ha sonado tan fuerte, tan extensamente y tan cerca de la vieja Europa de los mercaderes. Más allá de los temores a que el precio del petróleo entre en un vertiginoso ascenso imparable, que golpee aún más a las economías en crisis de la UE, a que pueda rebrotar el fundamentalismo islámico en el norte de África –opción improbable pero no descartable- la razón de los silencios de la UE y específicamente de la Baronesa Catherine Ashton, Vicepresidenta de la Comisión Europea y Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad Europea, prudente hasta la inacción más incomprensible, se debe ante todo a que han comprendido que, por encima de la fuerza y las bayonetas, el poder se sostiene sobre el consentimiento de los sometidos. Basta que estos digan NO, pierdan el respeto al carácter omnímodo, omnipresente y falazmente inamovible del poder para que todo pueda ser puesto patas arriba por la arrolladora fuerza destructiva y, la vez, constructora de algo nuevo, de las masas.

Es algo que ha comprendido muy bien el sátrapa pseudodemocrático de Marruecos, Mohamed VI sentado estos días en su trono, antes sus notables del Consejo Económico y Social, diciendo que se profundizaría en la reforma democrática emprendida y en los valores de la justicia social pero “sin ceder ante la presión demagógica” (5). Así le parece la gente que el pasado domingo 20 de Febrero salió a las calles. Respecto a los valores de justicia social de los que habla sabemos bien quién es el demagogo. Veremos si cede o no ante la presión de la calle.

De la voluntad de lucha, la inteligencia y la conciencia política dependerá que caiga también el orden económico y el social, cultural y religioso, allá donde éste oprime como una tiranía más.

Las clases populares de los países árabes nos están dando una lección de lo que es tratar al poder de tú a tú, perderle el miedo y el respeto, establecer un nuevo diálogo sobre lo político en lo que la soberanía popular y el concepto de ciudadanía sean mucho más que una expresión y constituyan una voluntad colectiva de no permitir a los poderes públicos que se les trate como a súbditos.

Esto es algo que los ciudadanos y las clases populares y los trabajadores del Occidente capitalista hemos olvidado. Resignados a ver cómo el poder político se enfeuda al económico, cómo se nos roban nuestros derechos sociales y económicos sin que nuestros representantes políticos y sindicales nos permitan expresar de un modo directo nuestra opinión ante el sacrificio al que nos somete el capital y sus lacayos, hemos aceptado una supuesta realidad que se nos impone como la única posible. Y aún aquí nada está escrito que establezca de modo indiscutible que los esfuerzos de los pertinaces en que algo se mueva en nuestra vieja Europa no logren su objetivo.

Si la crisis sistémica del capitalismo continúa agudizándose, espoleada ahora por la crisis alimentaria, que afecta especialmente a los países pobres y en desarrollo pero que encarece los precios en todo el mundo, no es descartable que el ejemplo de las revueltas árabes acabe calando en la clase trabajadora europea.

Hasta el día de hoy, salvo los ejemplos de lucha griego, francés e islandés, no hemos visto respuestas, a la altura de las agresiones antisociales sufridas, en un movimiento obrero europeo domesticado y en unos sindicatos afiliados a la CES aburguesados y que son parte del poder aliado al capital.

Pero no hay nada en la Historia de la Humanidad que impida que ésta se mueva en una dirección revolucionaria, si la crisis capitalista y las contradicciones de clase continúan agudizándose. Basta con que surja la conciencia subjetiva de que este estado de cosas no puede continuar sucediendo sin la respuesta de los trabajadores, que alcancemos la convicción de que no hay salida para nuestras vidas dentro del capitalismo.

La chispa en cada país será diferente pero las razones suelen ser comunes: el expolio al que la oligarquía mundial y de cada país está sometiendo a los trabajadores. 



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